Cuando la primavera, tardía eso sí, comienza a dar paso a los albores del verano todo sufre de un constante movimiento. La gente sale de sus frías guaridas para desentumecerse de los estragos del largo invierno. Capítulo aparte merecen las parejas. Y no sólo me refiero a las que comparten un sentimiento de empalagoso amor sino a las formadas por viejos amigos que protagonizan un reencuentro. Y esa es la historia que nos ocupa.
Ella había vivido tardes y noches mágicas, épicas, duras, desoladoras, soleadas, lluviosas y frías… Las había sellado en la retina de todos aquellos que fueron testigos de lo que acontecía en sus entrañas y alrededores. Y a pesar de tener un historial envidiable cargado de vivencias cayó en una espiral de monotonía que se dirigía a la locura más desconcertante. No encontraba la chispa que rompiese ese tedio.
Él llegó una tarde de otoño, cuando las hojas llenaban las aceras y los chiquillos jugaban a destrozar con sus saltos los montones apilados que los barrenderos disponían a lo largo de las calles. Fue un relámpago fuerte, un rayo cegador, un trueno potente. Todo digno de una tormenta de verano. Pero al contrario que ésta que viene y va sin darnos tiempo a refugiarnos de su imprevisible lluvia, él llegó para quedarse y formar parte de ese almanaque de historias que ella albergaba en su interior.
Como en las “buenas” películas con las que nos bombardea Hollywood, el inicio fue complicado. No calaron el uno en el otro. Ella desconfiaba de su frescura, de su atrevimiento y de su juventud llena de vida. A él no le salía nada bien con ella. Con el paso de los momentos se desesperaba y su ansiedad por triunfar en el primer asalto se convirtió en su peor enemigo aquella noche de otoño. Con todo en contra, no dejó mal sabor de boca y supo que tendría tiempo de rematar la faena.
Así comienza una historia de amistad en la que cada miembro de esta singular pareja ha escrito a fuego su nombre en el otro. Paso a paso gestaron una conexión única que se hacía aún más latente cuando él volvía a esa ciudad y se reencontraba con ella. Juntos dieron forma a noches inolvidables y centenarias que aún hoy son recordadas en los corrillos o en las conversaciones de tiempos mejores y más gloriosos.
Quedaba por escribir el último capítulo. Es complicado asumir que ya no habrá más. Es, también, el más triste de todos porque la vida decidió sacarle de ese camino de baldosas que habían construido durante dieciséis años. Ambos sabían que su marcha estaba escrita pero llegaba antes de lo previsto. Él se alzó heroico, contra todo y contra todos. A medio gas y en el último suspiro de una noche primaveral le dio todo lo que no pudo entregarle aquel lejano otoño. Se cerraba así un círculo histórico que entraña una magnífica relación de dos viejos amigos separados por algo más de 300 kilómetros y que será contada en ambos bandos por el señorío que impregna, la leyenda que queda grabada y por el colofón más perfecto que ni ellos pudieron soñar.
¿Sus nombres? Raúl González Blanco y La Romareda, estadio municipal de Zaragoza.
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